martes, octubre 10, 2006
miércoles, septiembre 27, 2006
Sueño I: Anillo Secreto
Estaba cubierta por una suave brizna y sus ojos empezaban a gatillar ciertas palabras que mi subconsciente se negaba a entender. Entonces, me propuse acortar la distancia de nuestros cuerpos y luego de unos pasos, pude escuchar el cántico sosegado y melodioso de su voz.
Ella tejía versos y sus brazos arropaban la soledad de mi carne; en ese instante, comprendí que la lluvia desparramada por las calles solo buscaba la fuente de su existencia, su alma encantada, ese manantial que, al parecer, alimentaba mi sed.
El horizonte empezó a opacar los pequeños ases que iluminaban su aura. Antes de abrir los ojos, pude acariciar sus mejillas y fijar mimbrada en el fulgor de la suya; un frío me recorrió entero y, mientras el capullo de su esencia afloraba al amanecer, encontré la prisión de un sueño confuso… un pacto secreto rodeando su cintura.
Ella tejía versos y sus brazos arropaban la soledad de mi carne; en ese instante, comprendí que la lluvia desparramada por las calles solo buscaba la fuente de su existencia, su alma encantada, ese manantial que, al parecer, alimentaba mi sed.
El horizonte empezó a opacar los pequeños ases que iluminaban su aura. Antes de abrir los ojos, pude acariciar sus mejillas y fijar mimbrada en el fulgor de la suya; un frío me recorrió entero y, mientras el capullo de su esencia afloraba al amanecer, encontré la prisión de un sueño confuso… un pacto secreto rodeando su cintura.
sábado, abril 22, 2006
Destino Inseparable
La caída de agua inundaba la berma, mientras el revoloteo de cantos del infinito gimoteaba el piso con sus cristales húmedos. En la intersección de las calles Manquehue y Apoquindo, los bólidos seducían con el ronroneo de sus motores, a la espera del anuncio que les permitiera cortar el viento con su desesperada melodía.
La noche se vestía con una túnica gris, apagando los faroles estelares. El frío se apoderaba de los circuitos de la ciudad, manteniendo un ambiente de tensión en las miradas de los transeúntes. No se veía espectaculo tal desde aquella vez en la que un avión surco el cielo y cayó rendido en la cúspide del cerro San Carlos.
El reloj marcaba las diez menos cuarto, las personas caminaban un tanto presurosas bajo la lluvia, con sus abrigos y sombrillas de multiples tonalidades; otros simplemente utilizaban las páginas de la prensa para cubrirse del torrente que, para ese entonces, no había cesado desde el génesis del invierno. Los vólidos recorrían las calles velozmente, como la tinta de mi pluma en las hojas que resguardaban secretos y sueños.
Entre la multitud divisé su mirada seductora, su piel morena, tersa, volátil, surcando como una deidad los obstáculos del camino, abriéndose paso entre centenares de miradas despreocupadas que perdían la noción del tiempo a cada paso que su poesía hacía recitar en la avenida.
Su pelo parecía oro, reboloteaba en los espacios dejados por el viento, tejiendo la seda de su delicado espectáculo. Mientras todo eso se dibujaba a pocos metros del arco iris que me protegía de la cegadora lluvia, el lápiz corría presuroso, rompiendo el silencio del papiro con odas de fuego, baladas que acariciaban cada contorno de su haber acústico y la esculpían en las letras de mi canción.
Ella usaba una sotana oscura como aquella noche cubierta por los rombos poblados de rocío, perfilando su cintura tentadora y sus pechos llenos de leche y miel. Sus piernas desnudas entre los harapos parecían vertientes de vid, y sus pies escondidos en los tacos negros, un tesoro fascinante, el embrujo que se manifestaba en el hielo que recorrió mi espalda mientras sus ojos se hacían, cada vez más, más intesos y brillantes.
Esa mirada encantandora, castaños refulgentes como fragua de pasión, se hacía presente en el asiento que nos asilaba, como esperando la venida de alguna salvación o el carruaje que nos traslada hasta una dimensión desconocida, hermosa, cegadora, desconcertante, como cada episodio de nuestra historia.
Cerró la boca de aquel paraguas negro, la combinación de sed y ansiedad, de la naturalidad de su verbo hambriento y el legado de la noche que nos desbordó en una circunscripción perfecta, donde el aliento recorrió parajes infinitos, alimentados por el beneplácito de la sagrada benevolencia de su exquisita esencia.
Su perfume fue un manatial inundando las cortezas de un árbol, llenado de vida el paso del tiempo sin ella. Estaba iluminada, sentada con la simpleza de una flor enérgica y la lozanía de una reina en su trono de oro.
Mis pies comenzaron a agitarse desesperados, parecían evocar una melodía abstracta, casi inconclusa. Sus ojos se apoderaban de mi razón y mi poseer; en tanto, mis entrañas comenzaban a desvanecerse en una humedad similar a la que emanaba de mis manos nerviosa, intranquilas. La pluma detenida en el punto donde su piel y su corazón tomaban posesión de mis tierras, como conquistadora de un imperio, esperanban como centínelas en la pórtico del Edén.
Los autos y buses seguían su paso desenfrenado por la calle; parecían hormigas en franca labor de recolección. Las almas que circundaban nuestra esfera se disipaban, como advertidas de la brujería de su entera facultad. El reloj pasaba los minutos con la condecendencia de la eternidad. Mis manos recorrieron, lentamente, su rostro humilde y sus ojos cerraban el paso de la luz de la ciudad; en tanto, sus brazos comenzaban a entrampar mi cuerpo imperfecto, acercándolo hasta el altar de su comunión cautivadora.
La lluvia seguía su desfile impacable, limpiando los claroscuros de una capital manchada por la polución. Bajo la protección de la parada de buses, en medio del diluvio que decoraba la escena, nuestros cuerpos se unían en la concepción de un relato místico. Cada pedazo de tacto buscaba el calor de la piel, recorriendo cada surco de la carne con la delicadeza de pétalos rociando el suelo fértil.
El circulo que nos resguardaba, ausente de vidas ajenas y miradas entrometidas, permitió que mis extremidades abordaran el tren de sus pechos, cúmulos de néctar embriagador y las suyas, recorrieran la bondad de mi naturaleza masculina. En ese instante, sus luceros opacaron la luz de mis ojos, envolviéndonos en una nebulosa atractivamente desesperada y mágica. Allí, donde los sentidos se transforman en versos, las caricias coemnzaron a levantar las cúspides de su seno maternal, la fuente de la vida, mientras ella decifraba el acertijo oculto bajo el vientre.
La humedad de su verbo afloraba entre los vestigios de su abrigo. La pluma y el papel desgranaban la sensibilidad del monte de venus, permitiendo que sus labios construyeran un gemido celestial que embargó mis pertenencias. La humedad de la noche se disfrazaba de doncella, se hacia silencio y tenía nombre.
Antes de encumbrar mi planeador, recogí el manto celestial de sus entrañas y emigramos hasta los parajes donde la pasión se confunde con la razón. Allí, enredados entre la seda y la conjunción de la luna, su docilidad virtió el manjar en mis entrañas, sacudiéndose con maravillosa sincronización y la majestad de un sueño sideral.
Los contornos de su Edén, el paraíso soñado, los vestigios de un imperio acaudalado, el deseo hecho realidad, el cuarto menguante que me hace esclavo de su ser, de sus hábitos, de toda la presencia celestial que gira entorno a las hojas azabache dispuesto en la flora sumergido entre sus piernas, fuentes de milagrosa savia, vertigo de mi razón, fuerza de mi corazón, deseo del tiempo, misterio dulce y poema arcano. Ella es la tinta que dibuja mares y olas en la soledad de las hojas platinadas.
La luna como testigo del aforismo anhelado en el secreto de un tesoro acurrucado en mis poros, el viento calmo y las lágrimas celestiales brindando una escenografía cada vez más dócil y seductor. Allí estabamos, como dos perfectos desconocidos, como dos almas que se encuentran en el ombligo de un camino eterno, como estrellas en busca de un infinito propio. El fulgor de mis entrañas no se calmaba y mi vertiginosa ansiedad buscaba, una vez más, el rincón donde comenzó a resucitar mi alma.
En la cuarta noche del invierno, Paulina abandonó el cubo que albergó los secretos desenfrenados de un mundo circunscrito en palabras, sueños y pensamientos, hasta ahora, absurdos. La intersección de Manquehue y Apoquindo, testigos del florecimiento de campos de maná, aguardan la reconstrucción del legado seductor de nuestro epigrama.
Enredado en las sábanas, que aun guardan el aroma de su esencia prodigiosa, las letras dibujan estrellas y los lirios adornan el recuerdo de tus entrañas soñadoras, aguardando la renovación de nuestro secreto que nos envuelve en campos colmados de vid inmortal.
Otra noche sentado en el paradero, observando la calle cubriéndose de agua, acostado en mis cuadernos y el paraguas reclinado en tu trono, esperando la virtuosidad del umbral de tu fogosa esencia...
©2006, Amaro Silveira
Fotos: concursosojodigital.com, avecesescribocartas.com
La noche se vestía con una túnica gris, apagando los faroles estelares. El frío se apoderaba de los circuitos de la ciudad, manteniendo un ambiente de tensión en las miradas de los transeúntes. No se veía espectaculo tal desde aquella vez en la que un avión surco el cielo y cayó rendido en la cúspide del cerro San Carlos.
El reloj marcaba las diez menos cuarto, las personas caminaban un tanto presurosas bajo la lluvia, con sus abrigos y sombrillas de multiples tonalidades; otros simplemente utilizaban las páginas de la prensa para cubrirse del torrente que, para ese entonces, no había cesado desde el génesis del invierno. Los vólidos recorrían las calles velozmente, como la tinta de mi pluma en las hojas que resguardaban secretos y sueños.
Entre la multitud divisé su mirada seductora, su piel morena, tersa, volátil, surcando como una deidad los obstáculos del camino, abriéndose paso entre centenares de miradas despreocupadas que perdían la noción del tiempo a cada paso que su poesía hacía recitar en la avenida.
Su pelo parecía oro, reboloteaba en los espacios dejados por el viento, tejiendo la seda de su delicado espectáculo. Mientras todo eso se dibujaba a pocos metros del arco iris que me protegía de la cegadora lluvia, el lápiz corría presuroso, rompiendo el silencio del papiro con odas de fuego, baladas que acariciaban cada contorno de su haber acústico y la esculpían en las letras de mi canción.
Ella usaba una sotana oscura como aquella noche cubierta por los rombos poblados de rocío, perfilando su cintura tentadora y sus pechos llenos de leche y miel. Sus piernas desnudas entre los harapos parecían vertientes de vid, y sus pies escondidos en los tacos negros, un tesoro fascinante, el embrujo que se manifestaba en el hielo que recorrió mi espalda mientras sus ojos se hacían, cada vez más, más intesos y brillantes.
Esa mirada encantandora, castaños refulgentes como fragua de pasión, se hacía presente en el asiento que nos asilaba, como esperando la venida de alguna salvación o el carruaje que nos traslada hasta una dimensión desconocida, hermosa, cegadora, desconcertante, como cada episodio de nuestra historia.
Cerró la boca de aquel paraguas negro, la combinación de sed y ansiedad, de la naturalidad de su verbo hambriento y el legado de la noche que nos desbordó en una circunscripción perfecta, donde el aliento recorrió parajes infinitos, alimentados por el beneplácito de la sagrada benevolencia de su exquisita esencia.
Su perfume fue un manatial inundando las cortezas de un árbol, llenado de vida el paso del tiempo sin ella. Estaba iluminada, sentada con la simpleza de una flor enérgica y la lozanía de una reina en su trono de oro.
Mis pies comenzaron a agitarse desesperados, parecían evocar una melodía abstracta, casi inconclusa. Sus ojos se apoderaban de mi razón y mi poseer; en tanto, mis entrañas comenzaban a desvanecerse en una humedad similar a la que emanaba de mis manos nerviosa, intranquilas. La pluma detenida en el punto donde su piel y su corazón tomaban posesión de mis tierras, como conquistadora de un imperio, esperanban como centínelas en la pórtico del Edén.
Los autos y buses seguían su paso desenfrenado por la calle; parecían hormigas en franca labor de recolección. Las almas que circundaban nuestra esfera se disipaban, como advertidas de la brujería de su entera facultad. El reloj pasaba los minutos con la condecendencia de la eternidad. Mis manos recorrieron, lentamente, su rostro humilde y sus ojos cerraban el paso de la luz de la ciudad; en tanto, sus brazos comenzaban a entrampar mi cuerpo imperfecto, acercándolo hasta el altar de su comunión cautivadora.
La lluvia seguía su desfile impacable, limpiando los claroscuros de una capital manchada por la polución. Bajo la protección de la parada de buses, en medio del diluvio que decoraba la escena, nuestros cuerpos se unían en la concepción de un relato místico. Cada pedazo de tacto buscaba el calor de la piel, recorriendo cada surco de la carne con la delicadeza de pétalos rociando el suelo fértil.
El circulo que nos resguardaba, ausente de vidas ajenas y miradas entrometidas, permitió que mis extremidades abordaran el tren de sus pechos, cúmulos de néctar embriagador y las suyas, recorrieran la bondad de mi naturaleza masculina. En ese instante, sus luceros opacaron la luz de mis ojos, envolviéndonos en una nebulosa atractivamente desesperada y mágica. Allí, donde los sentidos se transforman en versos, las caricias coemnzaron a levantar las cúspides de su seno maternal, la fuente de la vida, mientras ella decifraba el acertijo oculto bajo el vientre.
La humedad de su verbo afloraba entre los vestigios de su abrigo. La pluma y el papel desgranaban la sensibilidad del monte de venus, permitiendo que sus labios construyeran un gemido celestial que embargó mis pertenencias. La humedad de la noche se disfrazaba de doncella, se hacia silencio y tenía nombre.
Antes de encumbrar mi planeador, recogí el manto celestial de sus entrañas y emigramos hasta los parajes donde la pasión se confunde con la razón. Allí, enredados entre la seda y la conjunción de la luna, su docilidad virtió el manjar en mis entrañas, sacudiéndose con maravillosa sincronización y la majestad de un sueño sideral.
Los contornos de su Edén, el paraíso soñado, los vestigios de un imperio acaudalado, el deseo hecho realidad, el cuarto menguante que me hace esclavo de su ser, de sus hábitos, de toda la presencia celestial que gira entorno a las hojas azabache dispuesto en la flora sumergido entre sus piernas, fuentes de milagrosa savia, vertigo de mi razón, fuerza de mi corazón, deseo del tiempo, misterio dulce y poema arcano. Ella es la tinta que dibuja mares y olas en la soledad de las hojas platinadas.
La luna como testigo del aforismo anhelado en el secreto de un tesoro acurrucado en mis poros, el viento calmo y las lágrimas celestiales brindando una escenografía cada vez más dócil y seductor. Allí estabamos, como dos perfectos desconocidos, como dos almas que se encuentran en el ombligo de un camino eterno, como estrellas en busca de un infinito propio. El fulgor de mis entrañas no se calmaba y mi vertiginosa ansiedad buscaba, una vez más, el rincón donde comenzó a resucitar mi alma.
En la cuarta noche del invierno, Paulina abandonó el cubo que albergó los secretos desenfrenados de un mundo circunscrito en palabras, sueños y pensamientos, hasta ahora, absurdos. La intersección de Manquehue y Apoquindo, testigos del florecimiento de campos de maná, aguardan la reconstrucción del legado seductor de nuestro epigrama.
Enredado en las sábanas, que aun guardan el aroma de su esencia prodigiosa, las letras dibujan estrellas y los lirios adornan el recuerdo de tus entrañas soñadoras, aguardando la renovación de nuestro secreto que nos envuelve en campos colmados de vid inmortal.
Otra noche sentado en el paradero, observando la calle cubriéndose de agua, acostado en mis cuadernos y el paraguas reclinado en tu trono, esperando la virtuosidad del umbral de tu fogosa esencia...
©2006, Amaro Silveira
Fotos: concursosojodigital.com, avecesescribocartas.com
jueves, enero 26, 2006
Episodio N°5: Viento Espiral
Julián deambulaba por los senderos oscuros de la ciudad, en la noche del encuentro con su padre, repasando cada palabra que había preparado para ese momento tan esperado. Durante horas dio vueltas en circulos, se tomaba el pelo, lo estiraba y parecía formar figuras alucinógenas con los cabellos desordenados.
Mientras caminaba en la penumbra de una solitaria callecilla, divisó una pequeña ampolleta sembrada en el centro de una mesa de madera curtida por años de experiencia. A uno y otro lado, sillas que permitían cegar a la ansiedad y despejaban las tinieblas que, hasta entonces, oscurecían la tranquilidad de su haber.
Antes de reclinarse sobre el asiento, su mirada persiguió cada rincón del alma paternal. Intentó, con prestancia y lucidez, inmortalizar cada centímetro de la fragua que irradiaba su savia, los contornos de su piel masculladas por la experiencia, por la lejanía y el tiempo recorrido en sus pasos.
No hubo abrazos, solo una lágrima que recorrió lentamente las mejillas de Julián. El viento comenzó a cesar su fría presencia, permitió que los luceros alumbrarán la esfera circunscrita entre ambos seres, uniéndolos en una nebulosa suave como la manzanilla y dulce como la miel.
Así de cierto fue el intenso temor de abandonar la sombrilla que los resguardaba del amenzador infinito, poblado por algodones inundados de cierta agua de manatial perdido en el horizonte. El deseo de abrazarlo eternamente, viajar por las aventuras de su incanzable camino, hicieron de Julián una especie de péndulo enfrascado en la nada, una amalgama de pensamientos y sensaciones desordenadas, éxodo de toda concepción de diálogo ensayado arduamente en la soledad del recuerdo.
Sin embargo, alzó sus manos hacia el otro extremo de su lugar. Intento escribir versos entre los surcos de la piel de aquel hombre perdido en el espacio. Las miradas se confundían en un escenario de palabras insonoras, de cantos extraviados en la soledad de un cuadro volátil y perfectamente indescriptible.
Las gotas comenzaron a caer incesantes, golpenado la burbuja con la fuerza de un ejército intentando romper la calma de una fantasía. Un parpadeo, una sonrisa, una mano sobre la otra, la caricia desplegada durante vertiginosos segundos desesperados, la voz cegada y guardada en un tabloide mudo, la luz del farol dilatando su calor, rompió el silencio de la entrevista encuadrada en un óvalo de ensueño.
En esa callecita oscura, bajo el cielo aferrado a la tristeza, la mesa confundió los sueños con la frágil línea de la concordia con la realidad; ese pequeño mundo, donde los gallos rompen la calma del amanecer y las siluetas se dibujan en una carrera por el abrigo, Julián descubrió la debilidad de su corazón.
Sentado aun en la soledad del camposanto, intentando acariciar cada segundo de su encuentro con el patrono de sus anhelos, descubrió que la escenografía había decaído en la simpleza de una butaca sin comodidades, amparado bajo una esfera sostenida en el sudor de su mano nerviosa.
Aquella luz que albergó una químera, no era más que el resplandor del cristal chocando con una llama distante y la mesa, ese pedazo de madera que elevó el magis a la complejidad de lo real, se desparramaba en el suelo formando el perdón de los pecados.
La mirada desconcertada en la noche solitaria del encuentro, en medio del diluvio que adornaba el canto de la luna, recorrió cada cuadro de aquel asilo, buscando la respuesta o la esencia que se perdió entre el silencio y el fulgor del escenario. Su mejilla aun guardaba el recuerdo de una lágrima solitaria navegando por los mares de su rostro.
Mientras caminaba en la penumbra de una solitaria callecilla, divisó una pequeña ampolleta sembrada en el centro de una mesa de madera curtida por años de experiencia. A uno y otro lado, sillas que permitían cegar a la ansiedad y despejaban las tinieblas que, hasta entonces, oscurecían la tranquilidad de su haber.
Antes de reclinarse sobre el asiento, su mirada persiguió cada rincón del alma paternal. Intentó, con prestancia y lucidez, inmortalizar cada centímetro de la fragua que irradiaba su savia, los contornos de su piel masculladas por la experiencia, por la lejanía y el tiempo recorrido en sus pasos.
No hubo abrazos, solo una lágrima que recorrió lentamente las mejillas de Julián. El viento comenzó a cesar su fría presencia, permitió que los luceros alumbrarán la esfera circunscrita entre ambos seres, uniéndolos en una nebulosa suave como la manzanilla y dulce como la miel.
Así de cierto fue el intenso temor de abandonar la sombrilla que los resguardaba del amenzador infinito, poblado por algodones inundados de cierta agua de manatial perdido en el horizonte. El deseo de abrazarlo eternamente, viajar por las aventuras de su incanzable camino, hicieron de Julián una especie de péndulo enfrascado en la nada, una amalgama de pensamientos y sensaciones desordenadas, éxodo de toda concepción de diálogo ensayado arduamente en la soledad del recuerdo.
Sin embargo, alzó sus manos hacia el otro extremo de su lugar. Intento escribir versos entre los surcos de la piel de aquel hombre perdido en el espacio. Las miradas se confundían en un escenario de palabras insonoras, de cantos extraviados en la soledad de un cuadro volátil y perfectamente indescriptible.
Las gotas comenzaron a caer incesantes, golpenado la burbuja con la fuerza de un ejército intentando romper la calma de una fantasía. Un parpadeo, una sonrisa, una mano sobre la otra, la caricia desplegada durante vertiginosos segundos desesperados, la voz cegada y guardada en un tabloide mudo, la luz del farol dilatando su calor, rompió el silencio de la entrevista encuadrada en un óvalo de ensueño.
En esa callecita oscura, bajo el cielo aferrado a la tristeza, la mesa confundió los sueños con la frágil línea de la concordia con la realidad; ese pequeño mundo, donde los gallos rompen la calma del amanecer y las siluetas se dibujan en una carrera por el abrigo, Julián descubrió la debilidad de su corazón.
Sentado aun en la soledad del camposanto, intentando acariciar cada segundo de su encuentro con el patrono de sus anhelos, descubrió que la escenografía había decaído en la simpleza de una butaca sin comodidades, amparado bajo una esfera sostenida en el sudor de su mano nerviosa.
Aquella luz que albergó una químera, no era más que el resplandor del cristal chocando con una llama distante y la mesa, ese pedazo de madera que elevó el magis a la complejidad de lo real, se desparramaba en el suelo formando el perdón de los pecados.
La mirada desconcertada en la noche solitaria del encuentro, en medio del diluvio que adornaba el canto de la luna, recorrió cada cuadro de aquel asilo, buscando la respuesta o la esencia que se perdió entre el silencio y el fulgor del escenario. Su mejilla aun guardaba el recuerdo de una lágrima solitaria navegando por los mares de su rostro.
©2005, Amaro Silveira
Fotos: Internet
domingo, enero 15, 2006
Hechizo Azabache
Su voz siempre será una melodía inalcanzable, un as de luz cortando las nubes del invierno. Sus brazos arrebataron el sosciego de mi alma, las letras de su existencia virtieron semillas en el huerto del recuerdo secreto.
Su mirada desnuda mi razón con la ternura evocada, mezclándose con el oxígeno emancipándose desde su vientre, los diamantes que conforman sus estructuras seductoras y la calidez de su sonrisa azucarada.
Antes de golpear las puertas de su reino, el viento desparrama sus negros cabellos y sus manos vuelven a bordear las costas de mi espalda, en la burbuja que aquella noche conjuró su hechizo, desde un continente telefónico.
La ventana abierta, la silueta de su verbo florecido inundando los óceanos con la suavidad de su manantial, la trajeron como magia de su raíz. En ese espacio donde los cuerpos imaginarios se unieron en un pacto rescatado del pasado, unimos las entrañas en una oda indescriptible, suave y armoniosa como todos los campos de su reino, bendecidos por la mano delicada de su santuario San Tiago... un vuelo en éxtasis.
©2005, Amaro Silveira.
Fotos: Silveira, Rodrigo Núñez
Su mirada desnuda mi razón con la ternura evocada, mezclándose con el oxígeno emancipándose desde su vientre, los diamantes que conforman sus estructuras seductoras y la calidez de su sonrisa azucarada.
Antes de golpear las puertas de su reino, el viento desparrama sus negros cabellos y sus manos vuelven a bordear las costas de mi espalda, en la burbuja que aquella noche conjuró su hechizo, desde un continente telefónico.
La ventana abierta, la silueta de su verbo florecido inundando los óceanos con la suavidad de su manantial, la trajeron como magia de su raíz. En ese espacio donde los cuerpos imaginarios se unieron en un pacto rescatado del pasado, unimos las entrañas en una oda indescriptible, suave y armoniosa como todos los campos de su reino, bendecidos por la mano delicada de su santuario San Tiago... un vuelo en éxtasis.
©2005, Amaro Silveira.
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