miércoles, agosto 03, 2005

¡Target ok!: Pecado Capital

Recuerdo que me dormí después de leer el último boletín informativo que circuló por los quioscos aquel 5 de agosto de 1945. aquí no se vivía el clima de tensión y miedo que, al otro lado del mundo, se había transformado en el pan de cada día. Sentado en el sillón de la sala, me actualizaba de las noticias que sucedían en Europa, entorno al segundo conflicto armado más grande del siglo veinte. Me impresionaba saber que un ser humano tenía la idea descabellada de eliminar a personas judías y me empezaba a preguntar a qué nivel de perturbación emocional y demencia puede llegar la mente de un hombre. Me parecía irracional, y hasta el día de hoy, la concepción de mundo de Adolf Hitler.

Así y todo, la vida del líder del Tercer Reich terminó de la manera menos pensada y, creo, muy alejada del pensamiento que dio a conocer durante los casi 6 años que llevaba la Segunda Guerra Mundial. El derrumbe del imperio creado por Hitler se empezó a desmoronar después de la ofensiva encabezada por Rusia en enero de 1945, lo que llevaría al líder alemán a un suicidió insospechado el 29 de abril del mismo año.

Ya se comenzaba a marcar el fin de la historia de la Segunda Guerra Mundial. Alemania se rendía el 7 de mayo de 1945, después del asalto de las fuerzas soviéticas a Berlín; pero aun quedaba en pie Japón que no se rendía aun, hacía inminente la irrupción avasalladora de los estadounidenses.

Sin saber lo que pasaría horas más tarde, sentía orgullo, en parte, de la loable misión que llevaban a cabo las fuerzas aliadas, cuyo objetivo me parecía aun más obasionable, puesto que reestablecer la paz en un continente aquejado por la violencia descabellada, era una misión de la que debía sentirme orgulloso puesto que mi pensamiento también se encamina hacía la libertad y la tranquilidad de vivir en un mundo donde no tenga que esconderme para proteger la vida que me quiere arrebatar un individuo similar a mí.

La alarma del reloj estaba puesta a las 8.30 horas de la mañana. Cuando me levanté, la noticia ya empezaba a recorrer el mundo y al enterarme, no me dejó de asombrar que, además de Hitler, había otro desquiciado en el mundo, que ciertamente, cubierto por toda una peyorativa de “salvar a miles de personas”, sería justificado por tan horrosa acción. Quince minutos antes de despertar, mientras soñaba con ángeles y demonios, la vida de más de 70 mil personas se esfumó como el soplo del viento en el desierto.

Literalmente en eso se convirtió Hiroshima la mañana del 6 de agosto, en un desierto cubierto por sombras y fantasmas que deambulaban por los espacios que alguna vez estuvieron adornados por edificios, parques y personas. ¡Misión cumplida! debió ser la frase que emuló el coronel Paul W. Tibbets después de ver la masacre que dejó “little boy” o “pequeño niño”, nombre que se le dio a la segunda bomba atómica utilizada en la historia del hombre (la primera fue aquella que se hizo explotar en un campo de pruebas en Alamogordo, Nuevo México), la cual estaba compuesta por uranio que provocó una nube de humo gris azulado, en cuyo centro se levantó una columna de fuego que elevó la temperatura a más de 4.000 grados centígrados.

“La ciudad estaba cubierta bajo una horrible nube”, señaló, años más tarde, Robert Lewis, copiloto del Enola Gay. Desde arriba solo se vio una luz que opaco el espacio, como un designio apocalíptico que provocó esa sensación de temor y tristeza en los tripulantes del bombardero B-29 que provocó la masacre. Sin embargo, el remordimiento no podía pasar a corromper a la integridad psicológica de cada uno de los que participaron en esta masacre, porque ellos cumplían ordenes y, por lo mismo, solo fueron instrumentos para conseguir la supuesta iluminación divina que recibió Harry Truman, Presidente de Estados Unidos en ese momento, para mandar a hacer tal barbaridad.

Y claro, el trabajo ya estaba hecho, no había vuelta atrás. La superficie de Hiroshima se transformó en una escultura de tristeza y desolación. La credulidad estadounidense les permitió pensar que los japoneses se rendirían inmediatamente después de ver el desastre ocasionado por “little boy”; sin embargo, el alto mando nipón se mantuvo inclaudicable y no se dio por vencido, una decisión que les traería una consecuencia de proporciones similares a las ya acaecidas.

Tres días más tarde, a las 11.02 de la mañana de Japón, el bombardero estadounidense B-29 “Bock’s Car”, dejó caer la tercera bomba atómica, “Fat Boy”, cuyo núcleo estaba compuesto por plutonio con la capacidad de liberar el doble de energía que la bomba lanzada en Hiroshima. A pocos segundos de ocurrida la detonación, más de 50.000 almas viajaron al olvido, quedando solo el recuerdo de una ciudad que cumplía su diaria rutina.


Con este acontecimiento, la Segunda Guerra Mundial culminó. En ese momento, Harry Truman afirmó que “este es el suceso más grandioso de la historia”, justificando, así, su cruel iniciativa. Más tarde, el general Dwight Eisenhower reaccionaría diciendo al entonces Secretario de Guerra estadounidense, Henry L. Stimson, que “Japón ya había sido derrotado y soltar las bombas fue completamente innecesario. Además, yo creo que nuestro país debe evitar afectar la opinión del mundo usando un arma que, según mi opinión, ya no era necesaria para salvar vidas estadounidenses”.

Con el pasar del tiempo, las consecuencias se comenzarían a manifestar en la población nipona. Una de ellas fue el pánico que circunda entre los habitantes de ese país cuando ven sobrevolar a un avión por su espacio aereó; además, muchas personas comenzaron a morir productos de las enfermedades ocasionadas por los efectos de la radiación.

Para finales de 1945, las cifras de muertos contados en el momento del estallido de las bombas y de las consecuencias postumas de éstas, habían alcanzado números aterradores. Ciento cuarenta y cinco mil muertos en Hiroshima y 75 mil en nagasaki, más todos los supervivientes que fueron dando un paso al costado en su vida producto de la radiación contenidas en sus cuerpos.

Si en ese momento pensé en felicitar a los aliados, ahora soy capaz de condenarlos, desde aquel momento en que me levante y me enteré de la tragedia que habían ocasionado los bombardeos. No se puede culpar a los tripulantes del Enola Gay y del Bock’s Car; pero si podemos apuntar y abuchear a Truman y su cuerpo de mando por esa orden que sepultó los sueños de paz y tranquilidad de miles de personas, no sólo de Japón, sino de todo el mundo.

En el monumento que recuerda estos atroces sucesos, instaurado en el Parque memorial de Paz en Hiroshima, yace una leyenda que perpetúa un mensaje claro, fuerte y presiso: “Que descansen en paz todas las almas que aquí yacen, pues no repetiremos esta atrocidad”.

Después de comentar la noticia y de, en parte, alegrarme por el fin de la guerra, no hice más que pensar en los cientos de personas inocentes que tuvieron que entregar su vida por el capricho de los líderes de una nación ambiciosa, corrompida por el pensamiento inhumano de un cobarde que no fue capaz de afrontar el destino de su propia tumba, de lo que había construído bajo el cartel de salvador o cosa parecida. Alejado miles de kilómetros del lugar de los hechos, me pregunto si algún día acabará la pesadilla y el temor en este mundo, si podremos dormir sin pensar que una sarta de ignorantes personas que manejan los hilos de las potencias con poder nuclear se tienten ante la necesidad de demostrar su presencia y su afán de dominación, valiéndose de la vida de tantos que no estamos dispuestos a entregarla por ambiciones personales.

Este es el recuerdo para los caídos en Hiroshima y Nagasaki, a pocos días de cumplirse sesenta años desde la irrupción en el orbe de aquellas armas que implementaron la tecnología bélica en todo el mundo, el mayor pecado capital de toda la historia del hombre.


Fotos: Yosuka Yamahata [Hiroshima, 1945]

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